lunes, 9 de mayo de 2011

El heredero~~David Moisés Antón García

Aquí tenéis una historia de alguien que, además de considerar un amigo, también creo que es bueno escribiendo. Disfrutadla. Y si cuando acabáis de leerla os quedáis con ganas de más aquí tenéis el enlace a uno de sus blogs.  http://microsensatos.blogspot.com/

Esta es mi historia: la de un viejo de casi 80 años que ve ya el final de su existencia muy, muy cercano y escribe en su diario las últimas frases para dejar su legado a aquel que lo encuentre.
Nunca le confesé mi secreto a nadie por miedo a que me tacharan por loco o por temor a que desapareciera la magia del milagro en el que me vi envuelto y he llevado esta pesada carga durante casi medio siglo. Tiempo es, por tanto, de que alivie mi conciencia y desahogue mi alma. Tendría yo 10 años cuando recibí el mejor regalo que nadie pudo darme nunca…
Mi padre murió en la guerra y mi madre y mis hermanos mayores tuvieron que trabajar muy duro para sacar al resto de la familia adelante. Éramos 5 hermanos. Yo, el tercero. Demasiadas bocas que alimentar en una época realmente aciaga que, sin embargo, recuerdo con gran cariño; será porque la nostalgia amplifica y mitifica los recuerdos, sobre todo los buenos. Puede ser.
Aquel año fue especialmente duro en nuestro hogar, pues mi hermano mayor cayó enfermo de neumonía y apenas pudo trabajar; escaseaban los recursos y el hambre llamaba a la puerta. Yo, que de niño era rebelde y revoltoso, me quejaba bastante de nuestra suerte, y más aún lo hice cuando mi madre me obligó a compartir habitación con los gemelos para poder poner en alquiler la habitación que ocupaba. Un día de otoño llegó a casa un huraño viajante enfundado en una vieja gabardina gris y cargando un enorme maletón de cuero negro. El día era lluvioso y aquel hombre no llevaba paraguas. Resultaba cómico verle chorrear agua bajo el quicio de la puerta.
-¡Niño! ¿Está tu madre o qué?
-¿Quién es, Félix? –Preguntó mi madre desde la cocina.
-Un señor que pregunta por mi habitación –refunfuñé.
Mi madre llegó solícita hasta la entrada e hizo pasar al extraño mientras secaba sus manos con un trapo de cocina.
-Félix, ayuda al señor con la maleta. Pase usted. Deje que el chico le coja la gabardina –mi madre me dio un indisimulado tirón orejas.
-Gracias, no se moleste.
-No es molestia. Siéntese en la sala al calor de la estufa antes de que coja una pulmonía –le sugirió mi madre regalándole una sonrisa.
Aquel extraño individuo me entregó su empapado gabán y me acompañó hasta la sala. Una vez allí se sentó cerca del brasero y su pálida tez empezó a recuperar algo de color.

Lo recuerdo como un tipo verdaderamente alto pues, aunque andaba algo encorvado, su cabeza rozaba al pasar bajo las puertas. Y también muy delgado, pero no siempre debió ser así. O era eso, o la ropa la había heredado de algún pariente más fornido, como me sucedía a mí con los jerséis y pantalones de mis hermanos mayores. Tenía los ojos negros y hundidos y más arrugas que un vestido de lino al sacarlo de una maleta. Casi nunca te miraba directamente a no ser que se enfadara contigo, cosa que rara vez ocurría a pesar de su carácter solitario y poco sociable. Hablaba poco, sí, pues como ya he comentado era algo hosco y huidizo, pero también amigo del buen beber, y con él, su lengua se desataba. Cuando mi madre salía alguna tarde a limpiar la casa de algún señoritingo, los gemelos y yo abríamos en secreto el armarito de las bebidas y le servíamos alguna copa de licor de ese que se echaba a los guisos los días de fiesta. Entonces, de su cadavérica cara, surgían sendos rosetones sonrojados que daban vida a sus flácidos y deslucidos mofletes y reconocíamos el momento de sentarnos a escuchar cualquier anécdota que surgiera de su ebria boca.
Normalmente nos reíamos bastante a su costa, pues sus historias solían ser grotescas y cómicas, pero una vez... La Navidad se acercaba y con ello, el semblante serio y recatado de nuestro huésped se hacía sentir todavía más. Aquella tarde le dimos ración doble de bebida y, en lugar de obtener una historia hilarante, nos encontramos con lo que a continuación relataré:
-¡Échame más, niño!
Miré a mis hermanos y los tres reímos con sorna mientras vaciaba la botella en la copa.
-Ya no hay más –le dije-, te lo has bebido todo.
El viajante miró el vaso con fastidio e ingirió su contenido de un trago.
-¡Odio las Navidades! –Sentenció; como si el alcohol le hubiera permitido llegar a tal conclusión.
-Pues a mí me gustan.
-¡Y a mí! –Convinieron los gemelos al unísono.
-¿Y qué es lo que te gusta de ellas? –Preguntó con retintín mientras acercaba su cara a escasos centímetros de la mía.
-Pues…, los regalos, las luces de las calles…
-¡Y que mamá nos da chocolate todos los días! –Añadió mi hermano Luis.
-A mi hijo también le gustaban los regalos.
El viajante inclinó su cabeza hacia atrás y comenzó a sacudir el vaso enérgicamente encima de su boca tratando de capturar sin éxito las escasas gotas que permanecían en el interior de la copa.
-¿Cómo se llama? –Pregunté yo.
-¿Quién? –Respondió rehuyendo el tema.
-Tu hijo…
-¿Cuántos años tiene? –Solicitó mi hermano Raúl.
Sus ojos miraron hacia arriba como si escarbaran en algún recóndito lugar de su memoria.
-Es un poco mayor que vosotros, doce o trece años. Se llama Ernesto, como yo.
-¿Y dónde vive? ¿No vas a ir a verle en Navidades? –Pregunté extrañado.
El viajante me miró con ojos vidriosos y calló durante un par de minutos. Después secó las lágrimas de su rostro con sus huesudas manos y se marchó a su habitación sin decir una palabra más.
Aquella semana Ernesto estuvo especialmente cariñoso con nosotros y le pidió permiso a mi madre para llevarnos a ver los adornos de la plaza y a comprar dulces y chucherías. Al menos, durante esos días, dejo de ser el huraño individuo al que estábamos acostumbrados. Con el tiempo mi madre me contó que el hijo de Ernesto estaba en Rusia, que lo había mandado allí su madre durante la guerra y que no podía volver y por eso el viajante estaba tan triste. La historia me apenó tanto que decidí perdonar que me hubiera quitado la habitación y, desde entonces, comencé a fraguar una gran amistad con él.
El día que regresaba de cada uno de sus viajes mis hermanos y yo matábamos la espera jugando a las tabas o a la rayuela en la plaza; hasta que divisábamos la sombra de su figura aparecer al final de la calle y, entonces, salíamos a su encuentro para descubrir qué nos había traído: un avión de madera, algún balón hecho de trapos, canicas… Siempre caía algo.
Supongo que nosotros fuimos los sustitutos perfectos para ese hijo que tanto ansiaba reencontrar y, para nosotros, él representaba de alguna forma la figura paterna que no conocimos. De hecho, a veces incluso actuaba como tal, como cuando intercedía por nosotros ante nuestra madre o cuando le acompañaba a la escuela por requerir desde allí su presencia. No éramos malos críos…, traviesos a lo sumo; especialmente yo. Recuerdo aquella vez que llamaron a mi madre porque alguien había soltado una picaraza en clase. Al maestro le juramos que había entrado por la ventana, pero olvidamos abrirla para reforzar nuestra coartada. Otra vez, Don Obdulio montó en cólera por la guerra que estábamos dando y nos espetó enérgicamente: «… ¡La última banca: a la calle!». En aquella ocasión, la ventana sí estaba abierta. Aún recuerdo el sonido que hizo el mueble al estrellarse contra el suelo del patio… En fin, diabluras de críos.
Las cosas empezaron a ir bien en casa tras la llegada de Ernesto. Mi hermano curó su neumonía y mi madre consiguió un trabajo en casa de unos señores, pero, a pesar de nuestra mejoría económica, Ernesto siguió con nosotros. Nunca le pudimos agradecer lo suficiente la suerte que nos trajo. …Y no ya sólo a nosotros, sino también a la gente del barrio, pues tras su llegada comenzaron a suceder agradables sucesos que mejoraron también la vida de nuestros convecinos.
Años más tarde, en su lecho de muerte, Ernesto me confió este diario en el que ahora os relato mi historia, nuestra historia, ¿tu historia? Descubrí en él cómo había conseguido encontrar un médico que curara a mi hermano, como escondía dinero en el monedero de mi madre cuando no llegaba a fin de mes, quién recomendó a aquellos señoritingos que la contrataran… Todos aquellos pequeños “milagros” estaban allí anotados: favores, ayudas, socorros, auxilios, amparos… ¡Todo! Jamás dijo nada a nadie, simplemente lo anotó aquí para saborear de nuevo, con su lectura, la inmensa felicidad que le proporcionaba prestar ayuda a los demás.
Nunca podré agradecer lo suficiente, a aquel extraño hombre, la magia que hizo despertar en mí. Pues, sin duda, la brujería del diario no reside en su interior sino en el de cada uno de nosotros. Yo continué su obra cuando nos dejó. Él me guió en su ejemplo.
Somos dueños de un regalo divino que debemos forjar con el paso de los años. Nuestro tiempo, nuestra vida, debe ser vivida con sentido. Yo encontré el mío y cuento mi experiencia con el ánimo de influir en aquel que lea estas últimas palabras. Amigo mío, te nombro mi heredero. Quedan muchas hojas que escribir y muchos deseos que hacer cumplir. Te desafío a consumar la última voluntad de este viejo. Es sencillo si conoces el secreto del diario. El viajante me lo reveló el día que me nombrara su sucesor: «El mayor ejercicio de egoísmo que se puede llevar a cabo es prestar nuestra ayuda a los demás, pues no existe mayor gozo personal que sentirse satisfecho con lo que uno hace».
Es momento de que otro ocupe mi puesto. Tal vez tú, lector de este diario olvidado, puedas tomar mi relevo. ¿Quieres?
Safe Creative #1105099170142